La semana pasada se celebró un aniversario más de fundación española de la Universidad de San Marcos. No ha sido su único origen. A lo largo de casi 500 años de existencia ha tenido distintos nombres, uno de ellos, quizá el más importante durante su período republicano, como Universidad de Lima. En algún momento, también fue Pontificia, pero el afianzamiento del laicismo le quitó ese título. No ha perdido, sin embargo, sus vínculos con la iglesia católica.
Estudié allí desde 1995 hasta el 2001. Primero el pregrado en arqueología y luego el postgrado en antropología. Tuve muy buenos profesores que seguían enseñando pese a todo (malos sueldos, intervención política y militar durante el fujimorismo, persecución y fichaje de docentes y alumnos, malas condiciones para ejercer la investigación) por pura camiseta.
Esta suerte de crisis permanente ha llevado a muchos alumnos y exalumnos a desarrollar esta idea del “sanmarquino que se respeta” (ahora convertido en meme en las redes sociales). Una idea que más bien esconde mucho de condescendencia. Se celebra, es cierto, el recurseo, las habilidades que se desarrollan para conseguir el libro necesario para la monografía o cómo sacarle la vuelta a los pobres servicios que brinda la universidad; pero celebrar el recurseo termina también legitimando la crisis. Como celebrar que a un enfermo terminal le quieran curar a punta de panadoles. Nos terminamos acostumbrando y haciendo la idea que nada va a cambiar y que siempre tendremos ese centro de estudios sin solución ni salida.
La transición luego de la comisión interventora (1995-2000) no funcionó. Rápidamente los viejos poderes locales, escondidos o aliados a la comisión, se hicieron cargo de la universidad. No se dejó el ingreso de corrientes renovadoras a las que se acusó ser “poco sanmarquinas”. El extremismo izquierdista, por mucho que reclamara cambios radicales en la sociedad peruana, demostró su lado más conservador. Amparados en un discurso vulgarmente economicista donde la única bandera es la “educación gratuita”, lo último que quieren discutir es la función de la universidad en un mundo que ha cambiado vertiginosamente en las últimas décadas.
El estado, por otro lado, no sabe qué hacer con la Universidad de San Marcos, como con las universidades en general. Se proponen leyes parche y demagógicas como la que acaba de ser aprobada en la comisión de educación del Congreso de la República, donde dicen que para licenciarse solo se podrá hacer a través de una tesis. Eso como una manera de “incentivar la investigación” (sic). Un sinsentido grande, cuando en otros países la licenciatura sale de la mano con el bachillerato (porque para eso están los créditos, que significan tantas horas teóricas y tantas horas de práctica recibidas). Sinsentido mayor cuando no hay bibliotecas bien equipadas y los profesores no se dan abasto para asesorar a las decenas de alumnos que egresan. Mucho menos tienen oficinas para recibirles y tienen que hacer uso de alguna mesa en alguna cafetería.
No es solamente un tema de presupuesto (siempre necesario). Es un tema de voluntad política. Y los agentes que hoy están en la universidad vienen forzando una posible nueva intervención que seguramente usarán de pretexto para legitimar su discurso extremo.
Por supuesto, todo esto no es titular en ningún periódico ni es motivo de corrientes de opinión entre los columnistas de los diarios. La universidad pública, es decir, la de todos y todas, el lugar donde la sociedad debería asegurar que no va a haber discriminación de ningún tipo, no está en la agenda. La vamos dejando morir y que siga muriendo. Un día simplemente desaparecerá y quizá hasta sea lo mejor.
La Universidad de San Marcos cumplió otro año. Y no tengo las más mínimas ganas de celebrarlo.