
Preocúpate si un día te das cuenta de que perdiste la capacidad de indignarte. Me pasa casi a diario mientras busco qué notas pedirle a mis compañeros redactores para que escriban en la web.
Varios accidentes, hora tras hora. Al final cada uno termina siendo una línea de un libro inmenso, que no podría imprimirse quizás por la gigantesca extensión.
Trato de buscar qué de raro tuvo una muerte para que merezca ser subida a la web. En realidad, en Perú la gente muere por diversas razones, cada una más estúpida que la otra. Claro que también uno no muere, sino que además te matan.
Otros tipos de indignación se observan también en el transcurrir del día. Ves que tu país muestra cifras rebosantes y felices. Nada más parece importar que el crecimiento económico.
No obstante ahí olvidas que éste crecimiento está pésimamente distribuido, pero quizás ni cuenta te das, porque tú tienes dinero para ir al cine con tu flaquita el fin de semana, y también para bailar con ella en una discoteca y luego hasta poder llevarla al hotel.
Gran parte del país llega al viernes y de pronto empieza a voltear la cabeza hacia el mar o hacia la televisión, la comida o el sexo. De pronto un sábado por la tarde ves que trasladan al hermano del Presidente (condenado por asesino) a una cárcel que parece haber sido hecha para él.
Lima no reacciona. La noticia logra apenas un par de retuits y pocos comentarios. Aquí se ha perdido la indignación. Incluso nosotros los periodistas olvidamos por ratos que el Presidente que hoy habita Palacio promovió un “cambio”.
Y el cambio no se dio, y se beneficia al hermano con un traslado polémico y al parecer poco justificado. Y así Lima, y el Perú, demuestra indiferencia por una país que parece simplemente ser el lugar donde “nos tocó caer del útero de nuestra mamá”.
Así entonces menos todavía te indignas si las comisiones investigadoras se crean y no descubren más que vidrios rotos. De pronto escribes un texto periodístico y unos meses después, un colega se inspira y copia frases y extractos iguales. Pero tampoco te indignas.
Menos aún lo haces si en la esquina de tu casa hay pandillas o si suben la pensión de la universidad de tu hermano. Pareces al final condenado a aceptar lo que “Dios te dio”.
Sufres y disfrutas a la vez (así sea contradictorio) de un sentimiento que te inunda y los que no tienen espacios como éste solo deben pasar la saliva y recordar que alguna vez se habló de un mundo justo y de una familia feliz.
Sin indignación nada de eso llegará jamás y seguiremos sonriendo de forma hipócrita por una vida que nos venden como feliz, cuando en realidad, nunca lo fue.
