Uno de los mayores y más fuertes planteamientos de Marx con respecto a la cultura y la sociedad de su época, era el constatar que el capitalismo le quita el hálito a todo aquello que consideramos sagrado. Así, “todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma, lo santo es profanado, y, al fin, el hombre se ve constreñido, por la fuerza de las cosas, a contemplar con mirada fría su vida y sus relaciones con los demás” (Manifiesto Comunista, Marx y Engels, 1848). La clase burguesa (esto es, para Marx, la clase dominante durante el capitalismo) no va a tomar prisioneros en ese proceso para él revolucionario que convertiría al antiguo régimen en uno dominado por la ciencia y la técnica. En suma, el pasar de una sociedad encantada (dominada por la religión y la tradición) a una desencantada. “Lo santo es profanado”, en efecto.
Marx, por supuesto, no ve un problema en aquello y hasta parece celebrarlo. El veía a la historia de la humanidad como una secuencia de etapas, cada una más emancipada que la otra. El capitalismo y la industria ofrecían al hombre del futuro las herramientas y la tecnología para que este pudiera dedicarse al ocio, al arte o a la contemplación del universo. El error de Marx radicó, sin embargo, en pensar que el capitalismo había ya terminado cualquier posibilidad de seguir transformando y desacralizándolo todo. De allí que seguidores posteriores pensaran que el capitalismo se encontraba en decadencia y que mucho más que emancipar al ser humano de aquellas taras heredadas de su condición natural, estaba más bien sojuzgando y esclavizándolo (enajenando) más y más. Así, la llamada Escuela de Frankfurt encontraba en el capitalismo industrial y en la cultura de masas, no una evolución en el sentido marxista clásico, sino más bien una involución. El capitalismo se estaba devorando a sí mismo y el mito de la ilustración francesa también estaba siendo arrojado de su altar. No más un Voltaire y un Rousseau. Bienvenida sea la radio y la televisión.
No es pues un descubrimiento ni algo novedoso lo que escribe Mario Vargas Llosa en su “Civilización del espectáculo”. El planteamiento básico es que la alta cultura (en su acepción como “estilo de vida”) está perdiendo lugar frente a la masificación de la misma. Esto es, el estilo de vida letrado, urbano, que sirve de sostén y que permite la reproducción de la democracia liberal, ha perdido en este proceso totalmente moderno y capitalista de acceso al conocimiento y a estos mismos elementos de la vida letrada y urbana. El argumento central de MVLL termina siendo el mismo que el de la Escuela de Frankfurt: la sociedad se enfrente a un proceso decadente y para nada emancipador. Por el contrario, la plebeyización del estilo de vida de las élites letradas ha traído más bien enajenación, frivolización, desencante frente al mundo intelectual, entre otros males.
Comparto con MVLL que no se trata de decir, como los postmodernos, que todo es igual (o relativo). El problema más bien radica en el lugar mítico desde donde MVLL observa el proceso. El afirma, desde el mito y no desde la evidencia, que el intelectual “desempeñaba un papel importante en la vida de las naciones” (p. 44):
“Estuvo presente en la Grecia de Platón y en la Roma de Cicerón, en el Renacimiento de Montaigne y Maquiavelo, en la Ilustración de Voltaire y Diderot, en el Romanticismo de Lamartine y Víctor Hugo y en todos los períodos que condujeron a la modernidad” (p. 45).
MVLL va reproduciendo el mito de la alta cultura letrada, configurando su propio Partenón o Santoral. Olvida (o desconoce) estudios profundos y sostenidos (y nada postmodernos) como los del historiador francés Roger Chartier para quien fue la Revolución Francesa la que inventó el mito de la Ilustración y sus héroes y no viceversa (Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII. Los orígenes culturales de la Revolución Francesa, Gedisa Editorial, 1995). O los trabajos del nada relativista antropólogo inglés Jack Goody, quien a través de un intenso análisis en perspectiva comparada, observa los trasvases culturales (o, como él le llama, robos) de “occidente” con el resto del mundo (El robo de la historia, Editorial AKAL, 2007). La idea de un “occidente” democrático frente a un “resto del mundo” despótico no solamente es mítica, sino, como lo demuestra Goody en perspectiva comparada, falsa y no ajustable a la evidencia. La China de Confucio era menos despótica que la Francia post Revolución Francesa. Allí lo que encuentra Goody es la invención de un lejano oriente lleno de tiranos y un olvido de un proceso nada estático y que más bien, a través de una serie de conexiones, enriqueció y alimentó los discursos democráticos “occidentales”.
Si, entonces, la democracia no fue lo que era, ¿por qué la democracia hoy estaría en peligro, como lo señala MVLL? ¿Por qué la masificación de los valores de la alta cultura letrada implicaría necesariamente un deterioro de lo letrado? MVLL en ese sentido se vuelve pesimistamente marxista, como lo hemos señalado al inicio. Un postmoderno estaría feliz con el libro de MVLL, ya que en cierto modo sería la constatación de su argumento: la democracia y la alta cultura son dos grandes relatos que también han caído. Un análisis comparado más bien trataría de poner paños fríos, sin celebrar o hacer ya el entierro de la democracia liberal. Por el contrario, si ponemos en perspectiva la evidencia de estos supuestos valores de la alta cultura letrada y más bien evidenciamos las conexiones con aquellos valores “no occidentales”, podremos quizá entender que no estamos frente a ninguna decadencia de la civilización occidental, sino a un proceso riquísimo de cambio y transformación, no enajenante, sino emancipadora; despojada, como planteaba Marx, de todo rastro de santidad.


Muy buena, Roberto! Quiero buscar este libro de Goody, sus reflexiones sobre las relaciones de parentesco e iglesia son muy buenas, lo sabrás porque fue Fátima quién me pasó su libro. Un abrazo!