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Fue el primero en investigar el pasado de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos, los siameses políticos más detonantes del último siglo, pero no se siente parte de la política. Solo le importa la conmoción que ocasionaron en el tiempo. Mientras que el periodismo de hoy se enfoca en recopilar datos de Internet, llamar desde un cubículo y exprimir noticias sin sustancia que se olvidan en un día, él sigue en las bibliotecas y en cuartos legañosos recuperando momentos, reconstruyendo escenas, desenterrando espectros.

Por Marquiño Neyra
@AndyNeyraY

Foto de portada: Caretas

Luis Jochamowitz vive restaurando el pasado, pero no recuerda varios pasajes de su propia existencia. Trabaja en base a la memoria, pero sus pensamientos personales son difusos. Olvidó el mejor elogio que le pudieron hacer en su vida, pero recuerda innumerables recortes históricos que datan de inicios del siglo pasado, detalles únicos de la Segunda Guerra Mundial y cuándo fue la última fiesta de Amancaes que asistió el expresidente Manuel Prado. Si la memoria selectiva es una habilidad propia de algunas personas, Jochamowitz es un prodigio en su control. Si fuese por él, reemplazaría algunos recuerdos para almacenar sensaciones de otras épocas.

Su primer libro Ciudadano Fujimori fue la primera muestra de su innata tendencia al pasado. Cuando todos los periodistas de los noventa se enfocaban en investigar el tronco de Alberto Fujimori, dónde había nacido, cuáles son sus bienes y cómo había llegado al poder, Jochamowitz ya estaba en sus raíces: ¿Quiénes fueron los primeros Fujimori en el Perú? ¿A qué se dedicaban sus padres? ¿Cómo lo habían criado de niño? Cuando se publicó, recibió la ovación de antifujimoristas y fujimoristas que agradecían absortos la oportunidad de leer los antecedentes históricos de su héroe. Aún le escriben acérrimos de Fujimori diciendo que ese libro les abrió la mente.

«Ciudadano Fujimori», uno de los primeros textos que indaga los orígenes del exdictador / Foto: Goodreads

Uno llega hasta sentir simpatía por el Fujimori de joven. Es alguien con quien te daría curiosidad conversar, pero con Vladimiro es distinto, es un ser detestable, muy distinto. Cierto, ¿tú qué edad tenías en el 2000?
—Cinco años.
(Risas).
—Es increíble cómo pasa el tiempo y la gente se olvida.

Para entablar relación con Jochamowitz es necesario intercambiar historias. La primera impresión que se tiene de él, es que es una rara avis entre el periodismo de investigación y la crónica histórica. No se sabe mucho de sus inicios como anticuario. No recuerda en qué momento hizo del pasado su presente o qué circunstancia adiestró su olfato de archivero. Tal vez, luego de tantas lecturas de adolescente, cuando se sentaba al fondo del salón o se quedaba en casa y leía Selecciones, Life o La Prensa, se percató que había buenas historias, pero mal contadas.

Cuando entró a la universidad, supo que los estudios formales eran un estorbo. Ingresó a la Universidad Católica del Perú, luego estudió Historia en San Marcos, pero como eran tiempos del terrorismo nunca había clases. El periodismo lo salvó, porque no se necesitaba un cartón para ejercerlo; con suerte, solo hilvanar algunas oraciones. Trabajó en la revista Oiga, en el suplemento Variedades de La Crónica, en Caretas, colaboró en Etiqueta Negra, ha escrito en The New York Times en Español y ha sido entrevistado en medios nacionales e internacionales. Publicó unos cuantos libros y, sin darse cuenta, su vida aún consiste en estar rodeado de archivos y periódicos viejos. Lo que siempre quiso, aunque no sabe desde cuándo.

Si es verdad que el que no conoce la historia está destinado a repetirla, él viviría sin replicas. Pero no es un historiador, mucho menos un melancólico del pasado y tampoco le atraen los hechos. “Eso hay que dejarlo a los historiadores. A mí me interesa la emoción, recuperar momentos”, dice. Pese a décadas de ejercicio periodístico, confiesa que prefiere leer viejos papeles que entrevistar. Se siente más augusto entre papeles que con las personas, porque se pueden volver a las letras, darte tu tiempo para entenderlas y corroborarlas con mayor eficacia que un polígrafo.

***

Jochamowitz: «Uno llega hasta sentir simpatía por el Fujimori de joven. Es alguien con quien te daría curiosidad conversar, pero con Vladimiro es distinto, es un ser detestable, muy distinto.» / Foto: Ideeleradio

Es feriado. La calle está estampada de personas que casi ni pululan y buses que transitan semivacíos y con pereza. El presidente Martín Vizcarra está terminando de dar el mensaje a la nación: la reinserción de una autoridad con algo de voz. Para llegar a su casa, bajé en una clínica de nombre francés, crucé una reja y entré a una zona exclusiva al borde de un malecón impreso de vehículos y casas con jardines. El vigilante me siguió con la familiaridad que tenemos los cholos cuando nos reconocemos.

Luis Jochamowitz siempre abre su puerta dentro de un intervalo de 1 y 2 minutos. Parece un hombre satisfecho. No hay otra definición para una persona que quiebra el status quo: su casa parece desterrada de un bosque, pero está rodeada de edificios pomposos. Sus facciones son una contradicción: tienen algo de rudo y amigable. A pesar que vive frente al mar, le desagrada el sol, la arena. Su barba revela una paleta de tonalidades grises que denota una personalidad descuidada pero sobria. Tiene el cabello volátil que se filtra por los costados de su cabeza y deja en el centro una circunferencia pulcra sin necesidad de afeitar.

“Una pelada fantástica”, según el escritor y exministro de Cultura Alejandro Neyra. Le gusta sus manos, porque se han formado algunas láminas callosas que demuestran que es un hombre de tierra, que trabaja con lampa y se embarra en su chacra. Camina con los brazos pegados al cuerpo que apenas se mueven. Parece que rapta. Tiene el perfil del clásico escritor barbado, un tufillo de misterio y un hogar anacrónico, pero no le gusta los bares. Una vez fue al Palermo, en el centro de Lima, un lugar que decían que se respiraba literatura y poesía, pero se llevó un mal gusto porque terminó en una pelea. No tiene amigos escritores. Seguro los tiene, pero no los ve. No habla de literatura, casi ni tiene vida literaria. Una vez tuvo un compañero con el que podía conversar, pero que nunca logró publicar nada. Se siente inseguro al publicar un libro porque está totalmente hecho en cuatro paredes, nadie lo ha leído, no hay correcciones o sugerencias. “Escribir no es un asunto social, tampoco tiene que ver con la economía. Por lo menos, la escritura se vuelve algo personal”, dice.

Nunca tuvo grandes maestros, ni editores extraordinarios, pero sí importantes influencias: Henry James, Proust, Luis Loayza, Borges. Le gusta los perros porque es hombre con un hombre y la relación con un gato es como una mujer: te atrae, pero no sabes por qué. En su libro «Contra dicciones», describe al gato como una mascota que, si mañana viniese vida más inteligente, sería el primero en dejarnos. Cuando escribe, de forma literaria, prefiere evitar los lugares. Compra un centenar de libros en una librería de España; más le cuesta el sobrepeso que lo que cuestan los libros, porque algunos solo valen un par de euros. Prefiere buscar archivos o leer periódicos viejos en vez de entrevistar, porque si te olvidas de preguntar algo tienes que volver a llamar a esa persona y “es una odisea”. Villanueva Chang, recuerda, solía llamar a un personaje durante la madrugada para hacerle preguntas. Él nunca se atrevería.

Sube y baja las escaleras en espiral para traer cajetillas usadas y arrugadas que debe haber dejado en algún escritorio, repisa o cajón. Tiene la voz gutural y durante la charla bebe un té, acomoda la fogata y no deja de fumar compulsivamente, como si mi presencia le impulsara esa necesidad.

—¿Estas grabando?, ¿harás algo?
—No, nada. Es para mí.

Habla del automovilismo, las guerras, sus primeras lecturas: Dickens, Collins, Verne, Hemingway, Fitzgerald. Comenta sobre su padre, un destacado piloto de carreras que le enseñó lo que era el heroísmo. “Cuando acaba la carrera y un piloto gana, la gente grita, ríe, lo ovaciona. El piloto es su héroe”, dice. Ya terminó su faceta como consultor histórico y guionista en una película sobre la caída de Vladimiro Montesinos.

—Se reconoce a la gente por pequeños detalles. En 30 palabras tiene que caricaturizar a una caricatura que de por sí es Laura Bozzo.
El guion es como un lego, dice. Te dan un texto que otro ha escrito, luego escribes encima y otro lo garabatea, y el director dice que tal parte no va y lo tacha. El actor se olvida el diálogo y a veces hasta lo mejora sin querer. Un día escribe un guión, al día siguiente va a la grabación y ve a 20 personas repitiendolo. Es todo lo contrario a su vida literaria, que es una soledad absoluta. “Pueden pasar años hasta que veas publicado el libro, que es un papel con letras”, asiente.

Con Jochamowitz se ejerce ese ejercicio extinto que es la charla pura, divorciada de los enseres tecnológicos, unidos a una taza de té mientras la fogata abrasa su último alimento. Desde la presentación de su libro Papeles Fantasma en la Feria Internacional del Libro de Lima (FIL), quedó esa sensación de deuda que existen entre dos personas que solo han hablado una vez y que—de alguna forma— tienen algo más que decir.

La primera vez que charlamos fue rara. Al parecer, respondió a mi mensaje solo porque en mi descripción escribí algo en lo que él también se sentía identificado: “No escribo en ningún medio, nunca gané un premio. Ninguna creación mía figurará en alguna antología”. Jochamowitz, en ese momento, no colaboraba en Caretas y nunca había ganado un premio. Consideró que la antología en la que figura en Etiqueta Negra no era algo meritorio, aunque su crónica ‘Una experiencia radical’, publicada originalmente en Caretas, es parte de Perú: crónicas y perfiles, una selección publicada por Jorge Coaguila este año.

Descripción de su última obra «Papeles Fantasma» en el catálogo de la editorial que lo publica / Foto: Planeta

A pesar que le tiene aversión a la intelectualidad, como si esa etiqueta le quedara alta, ha recibido muchos elogios. “Papeles Fantasma es un libro que Jorge Luis Borges disfrutaría”, sentenció su editor Dante Trujillo, durante la presentación de su última obra en la FIL. Marco Aurelio Denegrí lo describió como uno de los escritores más ‘áticos’ del Perú; es decir, una especie de clásico, de antiguo. El escritor y crítico literario José Carlos Yrigoyen tildó a su primer libro, Ciudadano Fujimori, como uno de los mejores de no ficción que se han escrito en el país. Eliezer Budasoff, cronista y editor de The New York Times en Español, le dedicó una densa reflexión tras la lectura de su libro Última Noticia, en donde Jochamowitz rescata publicaciones de finales del siglo XIX e inicios del XX. Dice: “El periodismo, en una de sus mejores versiones, también es esto: esa historia mínima, esa síntesis jurídica que nos recuerda que las tragedias individuales, a la distancia, serán leídas con curiosidad, a veces como partes de la Historia, pero también sin juicios morales, como si se trataran de una comedia negra”.

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Jochamowitz sabe lo que quiere. Le gustaría vivir sus últimos días escribiendo un párrafo diario en algún periódico sobre temas históricos, que sean “breves, interesantes y bonitos”. Pero tampoco lo haría gratis. Si tuviese dinero, seguro estaría en un largo viaje en Europa. Tal vez ya ni escribiría.

Ahora se contenta con ir un par de días de la semana a su chacra en el sur.

—Me gusta la sensación de libertad, de pensar que tengo todo el tiempo del mundo.
Dos perros ladran. Jochamowitz sigue hablando, pero también quiere escuchar. Una de sus ambiciones es poder reunir un elenco de tiempos y construir así la historia de un pequeño país que, al final, es también un gran país como el Perú. Es un tema enorme, pero tampoco se entristecería si es que nunca llegara a pasar. Su vida sigue corriendo sin timón y en el dulce delirio que solo brinda el mundo de las letras. No evita ni un exceso: fuma, bebe, escarba.

Sobre el autor

Por Marquiño Neyra

Estudiante de periodismo de la Universidad Jaime Bausate y Meza. Desencadenar y escudriñar para salvar a la sociedad. Literatura, política y rock para el ocio. Usual peatón del Centro de Lima. Amante de los chifles y adepto de los mostradores y taxis como confesionarios o simuladores de la sala del siquiatra. "La política no es una ciencia exacta".

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